Si el marxismo fuera la fantasía filosófica más importante de la modernidad, el comunismo, su descendiente, fue la equivocación más trascendente del siglo pasado. En un resumen trágico y grandioso del milenarismo político y el romanticismo revolucionario, el comunismo fue sobre todo una utopía social que ha movilizado, motivado e inspirado sueños colectivos de salvación secular.
Sustituyo la trascendencia religiosa con la promesa de una liberación inminente. Ofreció recetas simplistas prefabricadas y a los intelectuales racionalidad necesaria para participar en acciones imprudentes. Utilizando la frase del gran historiador francés François Furet, el comunismo fue una enorme ilusión entusiasmada, un creencia embriagadora, con base en la pretensión científica.
En los ańos treinta, durante el período considerado por W.H .Auden como "un decenio vil e infame", muchos se unieron al comunismo porque creían en sus promesas internacionalistas, oponiéndose a la barbarie fascista. Propuso un espíritu heroico y muchos estaban dispuestos a morir por ello. Pocos eran los que querían saber acerca de los horrores del Gulag. La voluntad de creer triunfó a expensas de la voluntad de pensar racional y la seducción enterró el sentido crítico.
Ponerse al servicio del movimiento comunista significó tanto para la gente común y como a los intelectuales sofisticados, tomar parte del humanismo contra el oscurantismo racista y nacionalista. Fue una decepción enorme. Más tarde, el mito perdió su brillo, magnetismo, especialmente después de la muerte de Stalin, después del "discurso secreto" desmitificador de Kruschev; la revolución húngara; la ruptura chino-soviética; la Primavera de Praga; tras la aversión al período Brezhnev con su visión cínica del marxismo; y el colapso sitémico durante las revoluciones de 1989-1991. Como acentúan Silvio Pons y Robert Servic