El rumano Gica Hagi fue uno de los jugadores más originales del último cuarto de siglo. Zurdo cerrado anárquico y genial, imposible de someter a ningún sistema o posición fija, tenía también una personalidad inclasificable. Tímido y reservado, Hagi no era ni de lejos un ejemplo de corrección y buen tono, relata el periodista Marcel Gascón en Jot Down.
Pero menos aún un polvorilla clásico, el gamberro juerguista y perezoso con que solemos asociar a los talentos difíciles. Hagi pareció siempre un rebelde. Un rebelde auténtico, callado porque conoce bien su verdad, que no admite negociación y es indigna de trifulcas menores. Hagi resistió y acabó ganando sin traicionarse. Era su única forma de lograrlo, pero tampoco hay que alabarle la épica: su naturaleza no le hubiera dejado hacer otra cosa.
Su paso por el Madrid (1990-1992) y el Barça (1994-1996) da fe de esa manera de ser. Es cierto que le tocaron dos cambios de ciclo: el ocaso de la Quinta del Buitre en Chamartín y el del Dream Team de Johann en Barcelona. Pero sus cuitas, de blanco y blaugrana, parece que rebasaron lo deportivo. Hagi dio muestras constantes de malestar. No se sentía valorado y, como el niño orgulloso convencido de tener razón, se quejaba públicamente de que “no era justo”. No sólo sus lamentos evocaban al adolescente incomprendido; expresaba a menudo una desmesurada confianza en sí mismo, con una sinceridad inocente por exagerada. En 1992, tras marcarle un golazo desde 45 metros a Osasuna en el Bernabéu, dijo a la prensa: “El domingo estaba encantado, pero ahora que ya he visto el gol por televisión, más. Es una maravilla. Todo jugador piensa en marcar uno así en alguna ocasión, pero muy pocos lo logran. Yo soy uno de ellos”. “Cuando empiezo no paro”, añadió entonces (El País, 14 de enero de 1992).
Hagi daba la impresión de vivir en una permanente melancolía, de a