Aún le quedan dos años de mandato, pero permítanme hablar del presidente como si ya hubiera vuelto al mar o se hubiera retirado a un pueblito de la Dobrogea. Esta semana dijo Basescu que su mayor logro al timón de la nave rumana fue la condena retórica del comunismo en el Parlamento.
No debe sorprender a nadie, porque su mandato y su acción -o al menos sus resultados- fueron también puramente simbólicos. Ahí están los signos contra la corrupción enviados a Bruselas, con la cabeza de Nastase como máximo trofeo. O la agresividad verbal hacia el gran oso ruso y el proyecto de eje liberal y atlantista Bucarest-Londres-Washington.
En la taberna de diletantes e iconoclastas desde la que escribo, a tiro de piedra del mercado de Obor, nos gustan mucho todas estas cosas. Pero de vez en cuando vienen clientes más realistas que preguntan por las pensiones, las autopistas, los hospitales y el nivel de vida, y recuerdan entre 'tuicas' las decenas de ministros y los cambios de gobierno, y cómo la corrupción está aún en su día a día. Si les decimos que eso son tareas del gobierno nos dicen que él también ha sido gobierno. Si alegamos que el Parlamento le puso obstáculos se preguntan si no para saltárselos votamos a un marinero bruto.
Ahora en la telefunken del bar está puesta Realitatea. Basescu corre en la pantalla por los pasillos del Parlamento. Huye de los periodistas a la carrera con su risa torrencial, camino de la sala de plenos del congreso popular. Todos los parroquianos se admiran y lo jalean, porque lo que nadie discute a Basescu, ni siquiera en este barucho de borrachos verborreicos, es su espléndido sentido escénico. Que no es gratuito y meramente folclórico, y que le ha servido durante años para encarnar como muy pocos líderes un atractivo discurso político e ideológico.
Como el hiperactivo y transparente Sarkozy y las bra