Tras un periodo de (semi) vacaciones navideñas corresponde reincorporarse al trabajo en la oficina de Timisoara. Escribo esto en la víspera de volver a esta ciudad. He pasado casi 20 días en Barcelona, algunos de claro asueto, otros imbuido en la tarea de revisar los planes del nuevo año, repasar objetivos y reunirme con posibles clientes interesados en conocer las ventajas que les pudiese suponer abrir una empresa en Rumanía.
Aunque las dificultades económicas en España son claras me ha alegrado mucho ver que los varios encuentros en que he participado ya no han girado en torno a la queja y al lamento que todo parecía impregnar. Parece como si esta etapa se hubiese superado, quizá por saturación y hastío tras tres o cuatro años de cederle todo el protagonismo social, quizá por pragmatismo, pues o se hace algo más que llorar o apaga y vámonos. Me han presentado proyectos ambiciosos, de largo alcance en sectores económicos diversos. Los que se desarrollen cumplirán, como mínimo, uno de los objetivos que siempre espero conseguir, y para mí, uno muy importante: La implantación en Rumanía no implicará pérdida de trabajo en España sino básicamente expansión en nuevos mercados a través de una nueva filial.
Europa del Este, Turquía, Rusia y algunos países de Asia Central son mercados donde la empresa española no está presente, mucho más cercanos que China o Brasil, con alto potencial de crecimiento y menores trabas administrativas y culturales. Para el empresario español Rumanía representa la apuesta más sencilla donde establecer su base de operaciones, por ubicación física y política, conexiones y sobre todo afinidad cultural.
Este mensaje, que intento comunicar desde hace no menos de 5 años, va calando poco a poco en la mente de aquellos empresarios que tienen muy claro otro mucho más conocido: la empresa española debe internacionalizarse