Con su abrigo de pelo azul desvaído hasta los pies, Yovka Todorova, de 72 años, lleva en un brazo una bolsa de cebollas y del otro a su hija prácticamente ciega, Vesselina, de 50. Vuelven a casa de solicitar un bastón en el médico para Vesselina y caminan despacio para no tropezar con alguno de los innumerables socavones que salpican la calle. Están en el mercado central de Sofía. “No me llega para vivir”, se queja Yovka. “Llevo dos años sin pagar los impuestos del piso y hace cuatro años que quitamos la calefacción porque no nos la podíamos permitir”.
En su salón, efectivamente, están a 15 grados. Tienen una sola bombilla. Los sofás están forrados de mantas y todos van bien abrigados, sobre todo para ver la tele. Si logran esa tibieza en lo peor del invierno búlgaro es porque aprovechan el calor de los conductos de la calefacción central que antes podían tener. Aquí viven, además de Yovka, su marido, Todor, de 75 años; Vesselina, que regresó sin apenas vista —solo distingue las siluetas— de una hundida Grecia después de trabajar allí como asistenta de dos ancianos, y una de sus hijas, que tiene un bebé de 40 días. Cuatro generaciones en un piso de un edificio destartalado de 13 plantas, exactamente igual que los de la manzana, con una luz lúgubre en la entrada, de la que emana frío aunque se entre desde la calle.
La ola de protestas ciudadanas que empezó hace 10 días en varias ciudades del país más pobre de la UE, y que tumbó este miércoles al Gobierno de derechas del populista Boiko Borisov, estalló precisamente por un aumento de los precios de la factura eléctrica. Gente como Georgi Vasilev, taxista de 40 años, asegura que paga entre luz y calefacción 300 levas (unos 150 euros), cuando su sueldo es de 500 (250 euros). Tiene dos hijos y su mujer cobra 150 euros. “Los ingresos tienen que aumentar para que la gente pueda vivir”, afirma. El bajo