Un taxi nos espera en el aeropuerto. Bucarest es una cuna que ha pasado por su purgatorio particular. Es mixtura. La alta cultura de entreguerras se mezcla con los edificios de la etapa comunista, los nichos de una igualdad sepultada por el dogma y la imposición, un palacio del pueblo con vallas blindadas al pueblo. ¿Es contradicción? No, es consecuencia del despiste de este viejo continente, de la inercia, de nuestros miedos. Nos suena. Nos debería sonar, explica Albert Lladó en un artículo del diario español La Vanguardia.
Intentamos atrapar el acento; en una conversación callejera, en la discusión del café, en el diálogo de dos adolescentes que viajan a Transilvania en un tren de niebla. Esta Europa, tan desconocida para nosotros, tiene música de castellano, de italiano y de francés, y ello ratifica que hemos llegado a un hogar en el que nunca hemos estado. Volver a los orígenes. Re-conocerse en el extranjero que habitamos. ¿Existirán las esencias? Sólo si son curvas.
El taxista, amable, cortés, nos conduce al hotel, en un antiguo barrio judío. Nos alerta de los peligros de una comunidad de gitanos. Ellos, a su vez, nos aguardan con la mirada curiosa, golpeando la chatarra mientras llueve noche cerrada. Un perro (que es un tigre, un lagarto, un lobo estepario y un águila asustadiza) aúlla sin descanso. El racismo, sí, empieza por uno mismo, por el país propio, por las entrañas del animal herido. El racismo no sólo son escopetas y galimatías. Es la sonrisa y los prejuicios del que te muestra la ciudad desconocida. Es el taxista que señala, orgulloso, un nuevo H&M, mostrando así que ya se han subido al carro del que todos estamos a punto de caer. De bocas.
Bucarest es un pasaje con acento catalán. Macca-Vilacrosse tiñe todo de un amarillo intenso. Las terrazas de mimbre están llenas del agua de las mangueras abiertas, que quieren des