Tras largos meses de bloqueo, los Estados miembros y el Parlamento Europeo acaban de acordar nuevas normas que facilitan la aplicación de fronteras internas en el espacio de libre circulación. ¿Realmente es un progreso?, se pregunta el periodista rumano, Ovidiu Nahoi, de Dilema Veche.
El Parlamento Europeo y el Consejo finalmente llegaron a un acuerdo el 29 de mayo sobre el nuevo paquete legislativo relativo a Schengen. Llegar a un compromiso siempre es algo positivo. De este modo, se ha dado luz verde a la nueva gobernanza del espacio sin fronteras internas, tras un bloqueo en el proceso durante un año y medio, debido a las divergencias en los puntos de vista entre el Parlamento y el Consejo.
Sin embargo, la cuestión es si la nueva gobernanza representa un avance o un paso hacia atrás. Es algo que, evidentemente, depende de la parte en la que nos posicionemos, pero también del modo en el que los Gobiernos europeos perciban el reciente compromiso.
Suspensiones sin sanción
Este sería el resumen del historial de esta cuestión: en 1985, siete países de la Comunidad Europea, la UE de entonces, firmaban en la pequeña localidad luxemburguesa de Schengen un acuerdo cuyo fin era abolir las fronteras interiores. Algo que en la práctica no se consiguió hasta 10 años más tarde. Desde entonces, se han adherido un buen número de Estados, incluso Estados que no son miembros de la Unión, como Noruega, Islandia, Suiza o Liechtenstein, de manera que hoy, el espacio Schengen incluye a 30 miembros, de los cuales 27 aplican realmente el acuerdo, mientras el resto se encuentra en transición.
Todo marchaba bien hasta que, en los últimos años, la presencia de una gran cantidad de inmigrantes empezó a molestar a parte de los autóctonos, algo ante lo que los políticos no podían permanecer indiferentes. La situación se agravó con la crisi