Las negociaciones del acuerdo que disminuye el presupuesto de la UE oscilaron entre la mezquindad de los países ricos y el patetismo suplicante de los pobres. Así podríamos resumir el acuerdo alcanzado el pasado 8 de febrero por el Consejo Europeo sobre el Marco Financiero Plurianual (MFP), el próximo presupuesto europeo para el septenio 2014-2020. Por vez primera en la historia de la construcción europea se acordó un presupuesto restrictivo, pasando de los 994.000 millones de euros a los 960.000, 1% del PIB europeo conjunto.
Lo peor del asunto no es la escasez de fondos –ridícula cualquier comparación con el 25% que maneja el gobierno federal de los EE.UU., ni tan siquiera con el 11% de Suiza–, sino su orientación. Es éste un presupuesto de austeridad que impide las inversiones, y sin éstas no habrá crecimiento. Europa sigue siendo una buena idea, todavía, pero una mala práctica.
Los mayores contribuidores netos, con Gran Bretaña, Alemania, Francia y Holanda a la cabeza, se negaron en redondo a superar esa cifra del 1% del PIB de la UE-27. Merkel, con la vista puesta en las elecciones generales alemanas de septiembre de 2013, realizó ciertas concesiones contemporizadoras de última hora –como aceptar el aumento de los fondos de cohesión en 5.000 millones respecto a la última propuesta de noviembre de 2012; hecho que no maquilla que dichos fondos se hayan rebajado respecto al anterior septenio en casi 30.000 millones– para no aparecer como la enterradora definitiva del proyecto europeo. Más duro, aunque más coherente con sus posiciones, fue David Cameron, quien ya había anunciado el pasado 23 de enero que someterá a referéndum en 2017 la pertenencia de Gran Bretaña en la Unión Europea.
Por otra parte, los quince estados pertenecientes al grupo de países “amigos de la cohesión” –del que forman parte tanto España como Rumanía–, habían acordado