Un grupo de manifestantes corría pasadas las siete y media de la tarde, el 17 de diciembre de 1989, frente a un edificio de la calle Lipovei de Timisoara, al oeste de Rumania. Luminita, una niña de 13 años, pidió permiso a sus padres para asomarse a la travesía y observar los acontecimientos, bajó y se entremezcló entre la multitud que inundaba la ciudad. Minutos después, una bala atravesó el corazón de la pequeña, que pasó a engrosar la lista de personas que perecieron en la revolución contra uno de los regímenes comunistas más feroces de la Europa del Este. "El terror petrificaba a los manifestantes, que se dispersaban para salvaguardarse de los disparos", relata su madre, Maria Botoc, que descubrió la muerte de Luminita cuatro días más tarde.
En Timisoara, germinó hace dos décadas el fin de la dictadura estalinista de Nicolae Ceausescu. "Si lograra contribuir a mi país lo mismo que Stalin al suyo, me encantaría que la historia me recordara de manera justa como un Stalin moderno", declaró el conducator a Radio Europa Libre meses antes de su ejecución, el día de Navidad. El dictador desconocía por aquel entonces que la expulsión del sacerdote evangélico Laszlo Tokes desencadenaría una avalancha de protestas de sus feligreses y una oleada de gritos que proferían en la plaza de María: "¡Abajo el comunismo!". Un amigo del sacerdote, Zoltan Balaton, recuerda que ese día hacía un aire gélido y que la muchedumbre crecía de manera espontánea provocando que "las cosas se hicieran irreversibles".
"No nos rebelamos porque fuésemos valientes, sino porque la situación era tal que o la aceptábamos con vergüenza y humillación o librábamos una lucha", explica. Preso del pánico por los aires de libertad procedentes de Occidente, Ceausescu ordenó a la temida policía secreta, la Securitate, abatir a cualquier persona que se moviera para frenar una revuelta que