Monica Muti, de 24 años, quería acabar el Bachillerato en Rumanía. Después de pasar varios años en España, necesitaba un trámite administrativo para reanudar sus estudios. “Una secretaria del ministerio me pidió directamente dinero”, cuenta indignada. Necesitaba ese papel para empezar una nueva vida, para volver a entrar en el sistema, explica en un reportajeSilvia Blanco, enviada especial de El País en Bucarest.
Así que “le di un sobre con 300 euros”. Ella, que ahora es camarera, cobra 110. En Rumanía, los pequeños sobornos han creado una tupida malla de relación cotidiana con la Administración o con quienes tienen algún tipo de influencia con vida propia. Los dos euros que cuesta anular una multa en el autobús si se abona al revisor (oficialmente serían 11), la tableta electrónica que le regalaron un grupito de alumnos de la Facultad de Económicas a uno de sus profesores —“porque así estará más suave”, como dice uno de ellos— se suman a una extendida evasión de impuestos y una dinámica economía sumergida.
El problema de fondo es la magnitud del fenómeno. Da la impresión de que los rumanos sienten que, o se solucionan los problemas ellos mismos pagando pequeñas cantidades, o el sistema no va a hacer nada por ellos porque los políticos son una lacra. Este domingo hay elecciones, pero el Gobierno rumano, socialdemócrata, lleva en el poder apenas siete meses.
En ese tiempo, tres ministros se han visto obligados a dejar el cargo por acusaciones de corrupción. El de Sanidad, por malversar fondos europeos; el de Cultura, por ser al mismo tiempo director de un Teatro, y el secretario general del Gobierno, por incompatibilidad con su cargo directivo en una empresa. También están investigados otros dos y se han bloqueado dos nombramientos ministeriales. Detrás de estas pesquisas está la Agencia Nacional de Integridad (ANI), un organismo cre