La soleada y gélida mañana del 24 de febrero, las calles de Sofía se llenaron de miles de manifestantes que clamaban contra la corrupción, contra los desacreditados políticos, contra la miseria en el país más pobre de la UE. En los enormes altavoces colocados en la plaza frente al Parlamento una de las canciones que sonaba era Wind of change (Vientos de cambio), la pegajosa balada de Scorpions. Hacía solo cuatro días que la fuerza de las protestas había obligado a dimitir en bloque al Gobierno del populista de derechas Boiko Borisov y había una sensación de ebullición social, explica la periodista Silvia Blanco del diario El País.
Sin embargo, dos meses y medio después, los primeros resultados oficiales dan la victoria al mismo Borisov y a las mismas recetas por las que cayó su Gobierno: disciplina fiscal y creación de infraestructuras, sufragadas en buena medida por fondos de la UE. El antiguo guardaespaldas y karateca obtendría alrededor del 31% de los votos, insuficientes para gobernar solo. El escenario que se perfila es incierto y se prevé muy difícil alcanzar pactos.
Los socialistas le seguirían de cerca con entre el 25% y el 27%. El ultranacionalista Ataka parece uno de los que puede sacar alguna ventaja del descontento ciudadano, un partido que algunos consideran de extrema derecha —beligerante con Europa, racista con la minoría turca y con los gitanos, con cierto acento antisistema—. Los primeros resultados le dan el 7%, con lo que entraría en el Parlamento con holgura, algo menos que el partido de la minoría turca, un 10%.
Las denuncias de fraude y de compra de votos han dominado la jornada electoral, del mismo modo que un escándalo de escuchas que salpicaba al partido de Borisov acaparó la atención de la campaña, en la que apenas hubo alguna idea nueva o amago de responder al hartazgo ciudadano por los bajos salarios —el su